miércoles, septiembre 13, 2006

dia de pluja, dia per a contes...



Niño escafandra se pasea por la ciudad, noche y día, con su pecera transparente aislando su cabeza. Niño escafandra tiene miedo a los constipados, a las alergias y a la lluvia. Niño escafandra camina solo por las calles de su ciudad. Su ciudad tiene edificios altos, es sucia, es grande. La ciudad lo engulle entre sus sombras, pero niño escafandra tiene miedo, también, del sol. Su cabeza está rapada, no le gusta el pelo, teme que le ensucie, se siente manchado cuando éste empieza a crecer y se afeita cada mañana ante el espejo después de quitarse con cuidado su gran bola de cristal.

Niño escafandra vaga entre la multitud, sin verla, canta y sonríe al viento invisible que no siente en su carita pálida, y sus cantos son trinos que modulan su voz blanca dedicados al ángel que lo protege de los peligros que acechan a cada esquina de los suburbios en los que vive y donde difícilmente escucha otra cosa que no sea los motores de los vehículos que circulan sin descanso, las sirenas que advierten de los peligros y los gritos que aúllan a su paso, por eso, niño escafandra, canta. Canta para asustar al miedo, su propio miedo. Canta para olvidarse de donde vive, de cuanto le rodea, de la suciedad, de la miseria, de la pobreza que se refleja en cada escaparate roto que le devuelve su propia imagen fragmentada. Canta para no oír sus pensamientos contaminados, esas voces que se alejan y se aproximan, que le avanzan y le persiguen, rodeándolo, jugando con él al escondite, voces que le susurran y le gritan que se vaya, que se quede, que se aleje, que se de por vencido.

Niño escafandra viste su traje de domingo, camina erguido, mirando el cielo. Niño escafandra sabe que en algún momento caerá, que será su propia sombra quien le haga caer, que será ella quien le haga la zancadilla tropezando sobre el agua encharcada, y las voces se reirán, todas juntas abrirán su boca sin dientes para soltar su carcajada atroz, y todas las risas se unirán a su risa desdentada que arranca la risa más terrible que sube desde sus entrañas, que bulle en su interior putrefacto. Y su risa, así, apesta, es una risa nauseabunda que le provoca el vómito. La náusea arrojada al mundo, el asco nacido de la nada, la angustia original de saberse menos loco que los demás.

Niño escafandra se interna por caminos dejando atrás avenidas y calles transitadas, merodea entre casas abandonadas, casas sin ventanas, casas sin rostro, desde las que se eleva al cielo una delgada columna de humo rojo. Niño escafandra deambula entre restos de huesos y cadáveres que exhalan la pestilencia de la muerte. Busca su muñeca vestida de azul, de rizos dorados. Niño escafandra canta ahora sus notas más agudas. No llora, no vierte ni una sola lágrima. Busca entre restos sin vida, el rastro de su muñeca vestida de azul. Ahora, niño escafandra se detiene, permanece quieto. A menos de un metro reconoce entre unos brazos menudos unos rizos rubios. Se aproxima y distingue un vestidito azul. Niño escafandra sólo ve un vestidito azul. Se dirige hacia él sin ver ya nada a su alrededor. Levanta el brazo con cuidado y rescata su muñeca, a la que limpia su carita salpicada de suciedad y sangre seca. Niño escafandra esboza una sonrisa y aprieta la muñeca junto a su corazón. Niño escafandra gira sobre sus pasos y vuelve a su hogar. Entra en su casa sin techo, entra en una casa sin puerta y sin ventanas, abierta de sol a sol. Niño escafandra se sienta en una silla junto a la mesa y coloca a su muñeca en el sofá, la tapa con su chaqueta de punto y le canta una nana al oído. Le canta para que olvide su miedo, para que sueñe un nuevo día. Le canta para no pensar en lo que fue, en lo que realmente fue. La proximidad de la muerte. La muerte en la vida. Niño escafandra no llorará jamás. Jamás sabrá lo que vive. Ella, en su sueño, guardará su secreto. Ella, jamás le denunciará. Jamás le dirá la verdad.

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